Un infierno verde
«¿Qué hago yo aquí?», me preguntaba mientras
rebotaba contra mi asiento como si viajase sobre la power plate del gimnasio. Pero al menos cuando me subía, la
plataforma vibratoria esta me ayudaba a perder
peso, y en cambio aquella oxidada camioneta parecía capaz de provocar que se me
saliesen los huesos de las articulaciones.
No
esperaba una limusina al final de la escalinata del avión, pero al menos un
vehículo al que no le faltase tanta pintura como al chófer piezas
dentales.
Resultaba
incomprensible que mi amiga Delia hubiese enviado a alguien a recogerme en
semejante cacharro. Ella, la flamante esposa de uno de los cinco hombres más
ricos de toda Latinoamérica según la revista Forbes, a la que no veía desde
hacía más de dos años pero a la que, desde luego, recordaba como una mujer preocupada
por las apariencias, ¿tanto habría cambiado?
Lo dudaba.
¿Y
si todo aquello de la inmensa fortuna no era más que una quimera? Estaba
convencida de que si en lugar de recogerme a mí en semejante cacharro hubiese recogido
al periodista de Forbes que redactó el artículo, Cristóbal Ríos aparecería
mucho más abajo en la codiciada lista de multimillonarios.
Aún
recuerdo el despliegue informativo que se produjo para su boda. Medios de las
revistas y programas del corazón de todo el mundo trataron de capturar una
instantánea de los recién casados, con vuelos en parapente sobre la finca incluidos.
Pero solo la portada de Hello, a la
que habían concedido la exclusiva millonaria, pudo mostrar la imagen de la
pareja de enamorados.
Yo
ni siquiera pude asistir al enlace, a pesar de la tabarra que me dio mi hermana
Claudia para que la llevase de acompañante, pero eran varios los compromisos
que me impidieron hacerlo. Julio es un mes complicado cuando eres fotógrafa de
moda, tenía mucho trabajo que preparar, incluidas las reuniones con mis jefes
para cerrar las portadas y reportajes del invierno, por lo que hube de perderme
«La boda del siglo» como la había calificado Hello, con concierto privado de Julio Iglesias, íntimo amigo del
esposo, incluido.
Y
debí soportar los reproches de mi querida hermana mayor, a la que su doctorado
en medicina y cirugía plástica no libraban de ser una auténtica fashion victim, que se moría por codearse con la crema y nata
de la sociedad latinoamericana y española.
«Jamás te perdonaré que no me
hayas llevado a una boda en la que podría haber conocido a Nieves Álvarez»,
sentenció amenazadora, con unos bonitos zapatos de tacón de aguja pendiendo del
dedo anular, que había comprado para la ocasión a pesar de que no le había
confirmado que podríamos asistir.
Por
suerte, los casi dos años que habían transcurrido desde aquella boda la habían
ayudado a perdonarme y seguía comportándose como la hermana mayor pesada y
sobreprotectora que era. Porque mi hermana Claudia, cuando se quitaba la bata
verde de quirófano se convertía en mi madre, en nuestra madre, a pesar de ser solo
cuatro años mayor que yo.
En
todas las casas hay una oveja blanca, lista y preciosa, y luego está la oveja
negra, esa que jamás obtendrá el beneplácito de sus padres. Basta con decir que
además de ser cirujana plástica, mi hermana es una mujer satisfecha con su
vida, con sus logros personales y profesionales, y la feliz madre de una niña
preciosa, mi sobrina Michelle.
Pero
Michelle se parece más a su tía que a su propia madre; Claudia es morena y
tiene unos grandes ojos negros, como nuestra madre, y la pequeña ha sacado los
genes vikingos de nuestra familia. Posee unos grandes iris verdes y una larga
melena rubia, como su tía. Tanto es así que cuando paseamos las tres juntas por
la calle todos piensan que Michelle es hija mía, lo cual enerva a mi hermana.
Además, es una niña risueña y descarada a la que su madre trata de contener, y
a lo que yo siempre le advierto: «No te
molestes, mira a papá y mamá, también trataron de contenerme a mí y les salí
rana».
Quizás
el hecho de que nuestros padres vivan en un pequeño pueblo de Cádiz lejos de
ambas, que residimos en la capital, le había otorgado el deber de la
sobreprotección.
Miré
la hora en mi teléfono móvil, hacía más de treinta minutos que había aterrizado
y, conociéndola, ya estaba tardando en llamarme.
Cuanto
más avanzábamos por el camino, más intensa se hacía la vegetación. Espesa,
tupida, tanto que en ocasiones las ramas golpeaban las ventanillas del destartalado
automóvil. Había grandes palmeras de altas y verdes copas. El camino era
irregular, sin asfaltar, lo que ayudaba a que los saltos, los baches y vaivenes
dieran buena cuenta del estado de calcificación de mis huesos.
—Lo
lamento mucho, señorita, se nos averió el otro auto —había dicho José, el
conductor, cuando me recogió al pie del avión. José era un empleado nativo del
lugar, achaparrado, de cabellos completamente canos que contrastaban con el
tono tostado de su piel y sus ojos negros. Estaba embutido en una camiseta de
algodón beige con grandes surcos de sudor, que en algún momento debió ser
blanca. José limpiaba el sudor que resbalaba por su frente hacia su nariz chata
una y otra vez con un pañuelo de un color impreciso, haciendo malabares con el
volante entre las manos. Mientras, yo me repetía por milésima vez desde que
bajé del avión, desde que subí a aquella oxidada camioneta tras las eternas
ocho horas de viaje, qué demonios hacía allí.
Para
colmo de males, los mosquitos caribeños parecían ansiosos de sangre nórdica,
como la que recorría mis venas, y acudían a mí a centenares, tantos que si
aquel camino se prolongaba demasiado apenas quedaría una porción de mis piernas
que no pareciese un globo a tensión.
«Maldita la hora»,
me repetía una y otra vez. Maldita la hora en la que decidí marcharme a lo
Indiana Jones, pretendiendo ser la aventurera que no era, buscando un cambio de
aires... Estaba a punto de darle la razón a mi hermana Claudia cuando me decía
que me comportaba como una niña caprichosa.
Porque
por mucho que me negase a aceptarlo ante sus ojos, el motivo de aquel viaje
tenía un nombre: Ángel. Mi novio hasta hacía seis meses, el mismo que, dirigiéndome
su penetrante mirada esmeralda me había dicho: «Nena, estás apalancada, necesitas aventura. Y no voy a permitir que me
apalanques a mí».
No
estaba apalancada. Mi vida era cómoda y me sentía a gusto con ella. O eso creía
hasta que oí de sus labios aquella maldita palabra: apalancada. Vivía en un apartamento pequeño pero bien distribuido
en el centro de Madrid y tenía un trabajo envidiable como fotógrafa de moda en Sensuelle, una importante revista de
tirada nacional. Un trabajo que me permitía mantenerme económicamente y hacía
que me relacionase con las mujeres y hombres más atractivos del país.
Hombres
jóvenes, auténticas bellezas de cuerpos esculturales, con la cabeza llena de
pájaros y la entrepierna enhiesta en
busca de aspiraciones. Y ahí estaba yo, soltera y sin compromiso, a mis casi
treinta años y convencida de que el amor no era más que un cuento chino. Me
había vuelto una auténtica escéptica. Y cada vez que uno de aquellos adonis
musculados se me acercaba tras una sesión de fotos y trataba de invitarme a una
copa, mi mente los calificaba automáticamente como: solo sexo.
La
experiencia me había convencido de que el hombre perfecto no existía, ni
siquiera el medio perfecto. Era un hecho ante el que me había resignado y
sobrellevaba a mi manera, aprovechando el momento álgido que vivía mi carrera
profesional y sintiendo que realmente ningún hombre me llenaría lo suficiente
como pasar del primer revolcón.
Pero
entonces conocí a Ángel. Un viernes por la noche, mientras tomaba una copa con
María, mi ayudante de cámara, tras una intensa sesión de fotos con dos hermanas
brasileñas, último descubrimiento de la agencia Elite. Removía mi copa de Martini Royale mientras María me contaba
la última trastada de sus hijos, que habían teñido a su gato persa con acuarela
azul.
Sentía
una sana envidia hacia mi amiga, a la que conocía desde hacía seis años, desde
que comencé a trabajar para Sensuelle.
Ambas teníamos la misma edad, pero ella tenía un marido que la esperaba en casa
y dos pequeños de dos y cuatro años que hacían que sus ojos se iluminasen siempre
que hablaba de ellos. A mí, en cambio, en mi apartamento en la calle Bailén solo
me esperaba mi canario y una ensalada de macarrones del día anterior. Por lo
que animaba al barman a que rellenara su copa una y otra vez con intención de
retenerla, cuando comenzaban a achispársele los ojos y a sonrosársele los
mofletes.
Un
grupo de chicos entró al local. Inmediatamente mis ojos se detuvieron en uno de
ellos, resultaba imposible que no lo hiciesen. Era un joven alto, con una
espalda infinita, el cabello castaño largo aunque sin alcanzar los hombros, el
rostro salpicado de pecas doradas y un sensual hoyuelo en la barbilla. No pude evitar pensar en cuánto me gustaría
tomar un par de primeros planos de aquellos ojos grandes, de aquellos labios
gruesos, rotundos y voluptuosos y de su masculino hoyuelo.
Mi
contemplación fue tan descarada que él se dio cuenta y me sonrió desde el lado
opuesto de la barra. Entonces María, ajena a nuestro cruce de miradas, me dio
un beso y pagó la cuenta. Su marido acababa de enviarle un mensaje fulminante y
debía regresar a casa si no quería encontrarse las maletas en la puerta.
Traté
de convencerla de que se quedase un poco más, diciéndole que tras las
discusiones llegaban las reconciliaciones y estas podían ser muy
satisfactorias, ella muerta de la risa me dio otro beso y salió del bar.
Entonces
apuré de un trago lo que quedaba de mi tercer Martini y entré al baño antes de
marcharme. En el espejo contemplé mis ojos verdes, enrojecidos por el efecto
del alcohol y lo que quedaba en mis labios del carmín rosa fucsia. Volví a
pintármelos y me recogí el largo cabello rubio en una coleta despeinada. «Si me ve Claudia, me obliga a peinarme
seguro», me dije a mí misma entre risas, y salí dispuesta a marcharme a
casa.
A
la vuelta encontré al joven del hoyuelo en la barbilla en el lugar que yo
ocupaba en la barra, solo, frente a mi copa vacía.
—Comenzaba
a desesperarme… ¿Nos vamos? —me preguntó cuando pasé por su lado.
—¿Perdón?
¿Nos conocemos de algo? —dije aún estando segura de que si fuese así le recordaría.
—No,
por desgracia. Pero es algo que podemos solucionar ahora mismo. Me llamo Ángel.
—Yo
soy Alma —me presenté y recibí un par de suaves besos en las mejillas —. Y lo
siento, pero no voy a ir contigo a ninguna parte.
Dos
horas y media de conversación y otras dos copas de Martini después, se había
apoderado de mi raciocinio y me echaba a un lado el tanga en el portal de mi
edificio, incapaz de esperar a que subiésemos a mi apartamento siquiera, y se
abría paso por entre en mi carne, impaciente, cálido e impetuoso.
A
la mañana siguiente despertó en mi cama, y la siguiente, y la siguiente, y fue
así durante los ocho meses en los que pasó a convertirse de un pueblerino
descarado a un urbanita invadido por el espíritu nocturno de la ciudad.
Y
aquel jovencito recién llegado a la capital con la cabeza puesta en el cuento
de la lechera, que trataba de encontrar trabajo como maestro de educación
física, a sus escasos veinticinco años y con un cuerpo espectacular, supo cómo
volverme loca, de remate, aunque dejaría que me crucificasen antes de
admitirlo.
Cuando se marchó sin más, diciéndome
que necesitaba avanzar, como si yo fuese un ancla, llegué a creer que tenía
razón. Ángel era el pasado, pero en el presente aún escocían las palabras que
me habían llevado hasta la República Dominicana en busca de aventura.
«Maldita la hora»,
repetía en aquel preciso momento en el que estrujaba otro de aquellos
diabólicos insectos contra la piel de mi nuca.
En mi fiel Hasselblad había tomado varias fotografías desde mi llegada; una
avioneta decrépita cuya pista de aterrizaje era un carril de tierra sin
asfaltar, los restos de un letrero de neón de un motel destartalado y un
infierno. Un infierno verde de copas infinitas y peligrosos terraplenes por el
que llevábamos circulando durante más de una hora.
El chófer de acento dulzón me relataba,
con el mermado entusiasmo de quien recorre un mismo camino un centenar de veces,
los que eran vestigios de una ruta de esclavitud, de vergüenza humana.
Y yo pensaba una vez más, ¿qué hago
aquí?
Podría estar en mi apartamento, con
la cabeza perdida entre las piernas de Mateo, un atractivo modelo con el que
solía desahogar mi frustración, y al que sin embargo había sido incapaz de
volver a llamar tras la ruptura con Ángel, saboreando las mieles de su cuerpo.
En lugar de en el culo del mundo con aquel tipo sudado con un penetrante olor a
humanidad, comida por una horda de
mosquitos en mitad de una maraña farragosa y húmeda de hojas, sacudida como una
maraca dentro de una camioneta a la que era de extrañar que con el ajetreo no le
saltasen las piezas a pedazos.
¿Y todo por qué? ¿Porque un jodido
niñato me había llamado poco menos que aburrida?
Pues cuando cabalgaba sobre él
apretando los muslos con energía y jadeaba como si fuese a perder el
conocimiento, no creo yo que se aburriese.
Mi
teléfono móvil comenzó a sonar. Lo miré, era mi hermana Claudia que no me
dejaba en paz ni en el fin del mundo.
—Dime,
Claudia.
—¿Has
llegado bien?
—Sí,
claro.
—Dijiste
que me telefonearías en cuanto bajases del avión. Son las doce de la noche,
¿sabes? Y aquí estoy, esperando a que me llames, y mañana tengo una operación a
primera hora…
—Por
eso mismo no te he llamado, Claudia, porque sé que es muy tarde.
—Pero
tendré que saber si has llegado bien, ¿no? Tendré que saber que no te has
estrellado o que no te han secuestrado o…
—Claudia,
que estoy en el Caribe, no en Oriente Medio… Vale, perdóname, tendría que
haberte llamado.
—Sabes
que sigo pensando que este viaje tan repentino es un error, y menos irte así,
tú sola…
—Que
sí, que con las primeras veinte veces que me lo habéis dicho mamá y tú ha sido
suficiente. Anda, acuéstate ya no vaya a ser que mañana le pongas a tu paciente
las tetas en el cogote —dije, y pude oír cómo reía al otro lado del aparato.
—Eres
un mal bicho.
—Sí,
pero, ¿y lo mucho que me quieres?
—Cuídate,
loca.
—Cuídate
tú también, dale un beso de mi parte a Michelle y dile que su tía le va a
llevar un regalo.
—Espero
que a mí también me traigas uno. Dicen que esas piedras, las larimar, son una
preciosidad…
—A
ti te voy a llevar un mulato para que te despeine.
—Cállate.
Menos mal que Ramón está dormido y no puede oírte —dijo escandalizada ante la
posibilidad de que aquellas palabras alcanzasen al soso de su marido. Mi cuñado
Ramón estaba haciendo auténticos méritos para que en el diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española colocasen su fotografía junto a la palabra
muermo. Trabajaba de contable en una multinacional de seguros, su deporte
favorito era la petanca y su afición preferida, pasear los domingos por El
Retiro. Para que después la apalancada
de la familia fuese yo.
—Pues
mejor, que me oiga y se espabile…
—Hasta
mañana, loquita.
—Hasta
mañana, Claudia.
Sonreí
cuando al fin colgué. Definitivamente mi hermana tenía el cielo ganado conmigo.
Me encantaba pincharla, como ella me hacía a mí por mi vida personal inestable
y descentrada.
Después
de casi dos horas de circulación por aquel sendero de piedras amasadas por los años,
divisé una construcción sobre la ladera de una montaña, una vivienda enorme inmersa
en una gran arbolada, y creí ver la entrada al cielo.
Resoplé, enderezándome, como si me
hubiesen cambiado las baterías, disimulando mi agotamiento físico e iniciamos
el ascenso por el sendero principal hacia la propiedad. Mi chófer conducía sin
prestar demasiada atención a la vía, con la vista perdida en los alrededores,
informándome acerca de cada bicho con el que nos cruzábamos mientras yo sonreía
cortés, sin prestarle demasiada atención.
Nos detuvimos ante una cancela de negra
forja custodiada por dos hombres mulatos, altos y corpulentos, vestidos con un
uniforme aceitunado con un logotipo de seguridad privada, armados con
metralletas, lo cual me dejó atónita. Aunque no era de extrañar que Cristóbal Ríos,
el empresario más rico de la región e incluso de toda la República Dominicana,
y septuagenario esposo de mi amiga Delia Pires, protegiese férreamente su
propiedad. Pero… ¿metralletas? Glup.
Nos adentramos por un sendero de grava
compactada hacia un colorido jardín. Al fondo se hallaba la inmensa mansión
colonial. Tenía dos plantas, con paredes blancas de frisos oscuros y amplios balcones,
el tejado era gris y estaba coronado por el gran pórtico triangular que reconocí
de las instantáneas de Hello.
Delia
me aguardaba junto a la puerta, sentada en la escalinata de blanco mármol rodeada
por dos perros enormes, unos impresionantes rottweilers. En su rostro moreno se
dibujó una amplia sonrisa al descubrirnos en el camino, se incorporó y comenzó
a descender los escalones, caminando a mi encuentro, seguida por los animales.
Estaba muy guapa, con la larga
melena azabache suelta, que le alcanzaba la altura de los hombros, vestida con
una elegante falda negra y una blusa granate cuyo escote habría sonrojado a la
mismísima Pamela Anderson. Sus pechos se intuían impasibles sin sostén por la
blusa de seda, sospechosamente desafiantes a la ley de la gravedad. Sus labios pintados
con carmín rojo se estiraron en una sonrisa de complacencia al alcanzarme.
Yo,
en cambio, debía de parecer una pupila del doctor Livingston, al más puro
estilo explorador, vestida con mis vaqueros gastados con un roto en la rodilla,
una camiseta de tirantes y unas confortables botas, pero se suponía que iba en
busca de aventura, no a la pasarela Cibeles.
Hacía alrededor de ocho años que conocía a Delia, cuando ella trabajaba como agente de una
importante agencia de modelos y yo comenzaba a labrarme mi futuro como
fotógrafa. Como agente era insufrible, hacía a las revistas negociar cada
centímetro de piel de sus representadas que se reflejaba en las fotografías, pezón
sí o pezón no, e incluso pezón erecto o relajado. Si a la chica se le veía un
poco más de lo pactado, lo cual era mi mayor mérito, ella renegociaba con
premura nuevos términos con la revista.
Acudía
a cada sesión de fotos de sus chicas, a cada una, y así entablamos amistad. A
mí me divertía su carácter cínico y despreocupado, incluso su mala leche cuando
discutía con mis jefes con respecto a las fotografías que yo había tomado. Y
aunque nuestra relación laboral era complicada, fuera del estudio nos habíamos
llevado de maravilla. Salíamos juntas a menudo, e incluso hubo una época en la
que pasaba más tiempo en su apartamento que en el mío.
Siempre
supe que era una mujer ambiciosa, vi con mis propios ojos cómo pasaba por
encima de supuestas amigas suyas para ascender en la agencia y eso me hizo
estar alerta en cuanto a ella en ese sentido. Pero era una mujer divertida y vital,
algo que te contagiaba cuando estabas a su lado.
Conoció
a Cristóbal Ríos en una fiesta de la agencia Princess, el dueño de la mayor plantación tabaquera del país
caribeño. Viudo y treinta años mayor que ella, quedó prendado de su belleza
morena y a golpe de regalos conquistó a mi amiga, convirtiéndola en la nueva
señora de aquella mansión y aquellas tierras, siendo desde entonces un esposo
solícito a todos sus deseos materiales.
Nunca
vi con buenos ojos su relación. Cristóbal podía ser un hombre amable y atento,
incluso simpático, pero estaba segura de que no le atraía como hombre, no le amaba.
«Tengo cuarenta años y estoy
soltera, creo que tengo derecho a decidir si quiero pasarme el resto de mi vida
matándome trabajando o tomando el sol en el Caribe», fue su
respuesta cuando la enfrenté, advirtiéndole de que debía pensar muy bien lo que
iba a hacer. Una respuesta de lo más romántica refiriéndose a su recién
prometido. Aquellos eran sus motivos, que en absoluto comprendí y mucho menos
compartía.
Yo
no podía evitar pensar que si el precio por estar todo el día tumbada al sol en
el Caribe era permitir que se me subiese encima aquel señor mayor arrugado y
pálido, que me tocase y besase a su antojo, prefería pasar el resto de mi vida
picando piedra.
Pero
Delia y yo teníamos un modo muy distinto de ver la vida. Ella sentía que el
tiempo se le escapaba entre los dedos, y bajo mi prisma trascurría demasiado
lento. Demasiado lento para conseguir el sueldo que merecía tras seis años
dejándome los sesos y las horas para Sensuelle,
para encontrar a un hombre que me enamorase y con el que mantener una relación
estable…
A
raíz de esa noche en la que me confesó sus verdaderos sentimientos hacia su
futuro marido no volví a mencionarle el tema. Todo fueron felicitaciones y
buenos deseos para su matrimonio por mi parte.
Desde su retiro voluntario a la
República Dominicana había insistido en que la visitase, cada vez que hablábamos
por teléfono, con mucha menor frecuencia de la que me hubiese gustado por lo
apretado de mi agenda, pero después de mi último fiasco amoroso no encontré
mejor momento que aquel.
Necesité un par de segundos para
acostumbrarme al suelo firme tras bajar del vehículo. Mi amiga me abrazó a los
pies de la escalinata, como si hubiese llegado el doctor, cargado de medicinas,
a salvarla. Y las medicinas que yo portaba no eran otras que novedades, aire
fresco y conversaciones nuevas. Me atravesó con sus ojos negros como si
pretendiese advertir cualquier cambio de mi rostro en el tiempo que llevábamos
sin vernos, y volvió a abrazarme con vehemencia. Los perros comenzaron a ladrar
y a olisquearme, poniéndome nerviosa.
—Tranquila,
Alma, no hacen nada. Deja que te huelan para que se hagan a ti — dijo con una
sonrisa—. Querida, qué alegría. Estás guapísima, ¿son extensiones?
—No,
hace mucho que no me corto el pelo —afirmé observando a los animales de reojo.
—León,
Chimo, ¡out! —exclamó autoritaria y los dos perros se alejaron de nosotras
corriendo. José, el chófer, bajó mi maleta de la camioneta y se la echó al
hombro.
—Siento
que hayas tenido que venir en ese trasto, el imbécil del capataz tiene
estropeado su coche y Cristóbal le ha permitido llevarse mi jeep, dejándome ese
cacharro que usan los trabajadores… ¿Solo una maleta? —dudó, dando por zanjado
el tema de mi transporte, y yo asentí encogiéndome de hombros. No necesitaba
mucho más que trajes de baño y ropa cómoda, estaba de vacaciones, una maleta
era más que suficiente—. ¡No se atreva a pisar el mármol italiano con esos
zapatos asquerosos! Deje la maleta junto a la puerta de la entrada —indicó a su
empleado y el caballero, agachando la cabeza, desapareció escaleras arriba
cargado con mis pertenencias. Me sorprendió su actitud, no recordaba aquella
faceta de señora feudal en mi amiga.
—Te
he traído un regalo —advertí buscando en mi bolso bandolera, entregándole un
diminuto tarro de cristal tallado que contenía un espléndido perfume y las
comisuras de sus labios se estiraron en una inmensa sonrisa. Sin embargo, sentí
como si sus ojos se negasen a sonreír. Delia parecía haber envejecido una década
desde la última vez que la vi. Tenía aspecto de estar cansada, en su rostro
habían nacido arrugas y surcos nada sutiles. Su imagen no se correspondía en
absoluto con la mujer fresca y desinhibida que yo había conocido, con la
juerguista redomada que se asomó al balcón de mi apartamento sin sostén en la
noche de Navidad del 2009.
—No
tenías por qué haberte molestado —dijo tomando mi mano, afectuosa.
Subimos la escalinata, adentrándonos
en la propiedad. Delia empujó la gran puerta de madera labrada, abriéndola, y pasamos
al hall. Solo en la entrada había varias obras de arte colgadas de las paredes,
empapeladas en un tono verde aceitunado con motivos grises, un impresionante Botero y dos inimitables Kalos. Una amplia escalera de mármol
beige descubierta giraba hacia la derecha a medida que ascendía a la planta
superior, frente a la entrada.
—¡Karim!
—voceó la anfitriona.
Una puerta se abrió a nuestra
izquierda y por ella apareció uno de los empleados de servicio. Era un joven de
piel negra como el betún que caminó hacia nosotras con la mirada perdida en el
suelo. Su cabello era oscuro, en consonancia con el tono de su piel, y su nariz
chata, algo ancha en la punta. Era corpulento, varios palmos más alto que yo e
iba ataviado con un uniforme de chaqueta blanca abotonada y pantalón negro.
Alzó la vista para mirar a su jefa y sus iris verde agua nos alcanzaron,
sorprendiéndome con su color particular.
—Karim,
sube el bolso y la maleta de la señorita Jenssen a su habitación —pidió Delia,
mientras yo necesitaba una palanca para apartar mis ojos de su apuesto empleado.
El joven me miró, sonreí entregándole mi bolso, pero él tan solo descendió la
mirada, alejándose de nuestro lado sin decir palabra, desapareciendo en dirección
al piso superior—. Es guapo, ¿verdad? —guapo se quedaba corto, el joven
sirviente al que Delia había llamado Karim poseía una belleza exótica, sublime—.
Ojalá fuese un poco menos soso —dijo cómplice, guiñándome uno de sus ojos
negros.
Mi
amiga me condujo hasta el salón principal, unos
grandes ventanales ofrecían una privilegiada vista de los jardines posteriores
de la mansión, había una poderosa lámpara de araña de vidrios tornasolados y la
decoración continuaba en consonancia con el hall. No pude evitar pensar que
aquella estancia de paredes con frisos dorados y suntuosos cuadros iluminados a
cada centímetro, resultaría demasiado rimbombante incluso para una película de
Drácula. En aquella casa sobraba el dinero y sus dueños se encargaban de exhibirlo
sin el menor pudor.
Un impresionante jarrón chino de
grabados azules era ilógicamente acompañado por sillones victorianos de madera
lacada en color dorado y acolchados granates. No pude evitar pensar que si mi
amigo Álex, decorador de escenarios de Mari Clare, entrase en aquella
habitación la abandonaría vomitando. Pero yo no estaba allí para analizar la
decoración, agradecía la oferta de Delia de permitirme hospedarme en su
propiedad hasta que echase en falta el bullicio de la ciudad al que estaba
acostumbrada, y sus gustos decorativos quedaban fuera de toda discusión.
En uno de aquellos sillones victorianos
estaba sentado Cristóbal Ríos, el caballero de piel blanquísima y escaso
cabello rubio, con el rostro redondeado y mofletes sonrosados, embutido en un
traje de paño beige con una colorida corbata aflojada. Se hallaba concentrado
escribiendo con sus manos regordetas sobre un elegante portafolios de cuero,
hasta que Delia y yo atravesamos el umbral. Entonces sus diminutos ojos azules,
escondidos tras unos antejos dorados, se centraron única y exclusivamente en
mí.
—Querido,
ya ha llegado Alma, ¿la recuerdas de nuestra fiesta de compromiso en Madrid?
—Claro,
la afamada fotógrafa —apostilló incorporándose, con sorprendente agilidad, deshaciéndose
de las gafas y extendiendo una de sus manos hacia mí—. Encantado de volver a
verla.
—El
placer es mío, señor Ríos —respondí estrechando su mano.
—Llámeme
Cristóbal, por favor —pidió regalándome una amplia sonrisa de dientes pequeños
y ligeramente separados que devolví—. Así que tendremos la fortuna de su
compañía durante un tiempo, ¿no es cierto?
—Así
es. Espero no incomodarle.
—En
absoluto, estoy encantado de que nos visite, siéntase como en su casa. Delia
necesitaba la visita de una amiga, es una mujer demasiado joven para estar todo
el día sola en esta casa acompañando al viejo de su marido —dijo con cierto
pesar en la voz.
—Oh,
no, cariño. No me aburro —corrigió ella veloz acercándose a su esposo, besándole
en la mejilla con ternura—. Soy muy feliz a tu lado.
—Gracias,
mi vida. Si me disculpáis, tengo que terminar este informe antes de la cena —dijo
regresando al sillón, permitiéndonos regresar a nuestro tour por la mansión Ríos.
La
suntuosa casa contaba con doce habitaciones en la planta superior, cada una con
su propio baño; una cocina inmensa en la que trabajaban afanosamente tres
mujeres mulatas, todas mayores de cincuenta años, vestidas con un uniforme
negro y blanco, con cofia y delantal a la antigua usanza. También había dos doncellas,
una de ellas era una joven mulata de piel muy clara llamada Darinda, que se
encargaba de servir la mesa y limpiar la casa, junto con Karim, el joven al que
había conocido antes, según me explicó Delia, a la otra no la conocí en ese
momento. Había también un salón comedor, una salita para el té, otra para la
televisión, un baño turco, sauna, gimnasio…
Delia
me relataba ilusionada cada cuadro, cada valiosa fruslería de cada habitación y
de cada pasillo. Yo estaba agotada, con el cuerpo entumecido tras las horas de
avión y el ajetreado viaje en camioneta y solo deseaba meterme en la que me
había mostrado como mi habitación, sobre cuya cama reposaba mi abollada maleta
rosa fucsia y mi bolso, pero no hallaba el modo educado de decirle a mi amiga,
ávida de mi compañía, lo mucho que necesitaba descansar.
Accedíamos al jardín posterior
cuando el sol comenzaba a caer sobre las montañas en el horizonte y a mí me
quemaban en la punta de la lengua las palabras que utilizaría para escapar de
su lado y dirigirme a mi dormitorio. Pero entonces una imagen capturó mi
atención. Tanto fue así que eché en falta mi cámara fotográfica, guardada
dentro del bolso sobre la cama en la que yo debiera estar descansando, para
capturar una instantánea del tipo que, descamisado, descargaba fardos de hojas
oscuras de un todoterreno. Había varios hombres ayudándole, subiéndolas a otro
vehículo, todos de piel mulata, todos excepto él. Aunque su piel bien podía
haber pasado por oscura, salpicada de barro y grasa, con el atlético torso al
descubierto, los robustos hombros en tensión por el esfuerzo físico y la
musculatura abdominal tan marcada que provocó que me asaltase una insana
urgencia por comer chocolate. Su único atuendo era un pantalón beige hecho
trizas y un sombrero tipo cowboy marrón bajo el que resplandecía su cabello
rubio.
Contemplé con éxtasis cómo los
músculos de su espalda de nadador se estiraban y contraían cuando alzaba la
pesada carga. La sensual prominencia de sus oblicuos al girarse y el contorno
de sus nalgas prietas bajo lo que quedaba de su pantalón desgarrado, me
hicieron sentir inmersa en algún tipo de hipnosis erótica. Cómo podía estar tan
bueno sin romperse en dos.
Delia miró en mi misma dirección
intentando adivinar qué me tenía tan cautivada y al descubrirlo, sus labios se
apretaron en un mohín de disgusto.
—¡Mi
jeep! ¡Me lo están destrozando! —bramó caminando apresurada hacia los trabajadores,
y yo la seguí.
Se detuvo justo frente a ellos, los jóvenes
de piel mulata se volvieron
descubriéndose de sus maltrechos sombreros de paja como saludo al verla
llegar. El hombre rubio, en cambio, continuó empujando un pedazo de tubería de
goma hasta tirarlo al suelo, casi a nuestros pies.
—¿Para
esto querías mi jeep? ¿Para ensuciarlo? —exigió furiosa, dirigiéndose al cowboy que enfocó sus ojos en ella por
primera vez, dos profundos abismos marinos, azules, profundos, infinitos.
—Para
arreglar el problema de riego que ha hecho que se pudran todas estas plantas,
señora —afirmó indicando hacia los fardos de hojas secas—. La camioneta nunca habría
llegado hasta la cima.
—¡Pues
te subes a caballo o vas andando! ¿Sabes cuánto costará sacar el barro de esos
asientos? Mucho dinero…
—Para
eso lo gana su marido, señora. El señor Ríos me dijo que debía solucionar el
problema a toda costa y es lo que he hecho —respondió con una actitud muy
distinta a los sirvientes de la mansión Ríos, casi desafiante. Si aquel era uno
más de sus trabajadores, no lo parecía.
—Estoy
de demasiado buen humor, Hans, para que me lo estropees —advirtió mientras yo
les observaba discutir en silencio, contemplando con detenimiento, mucho más de
cerca, al tal Hans. Una seductora barba de varios días cubría su mentón
cuadrado, su rostro estaba tostado por el sol, así como en su formidable torso
bronceado y poseía unos brazos capaces de aplastar a un oso. Lo cierto es que era
mucho más guapo y mucho más hombre,
por llamarlo de alguna manera, que la mitad de los modelos que yo había fotografiado
a lo largo de mi carrera.
—Sí,
ya veo que ha traído a una nueva cazadora
—dijo entre dientes provocando risas de colegueo entre el resto de
trabajadores, aunque ambas pudimos oírle perfectamente.
—Hans,
sé que mi marido te consiente todo, pero no te atrevas a desafiarme. La
señorita Jenssen es mi invitada y como tal la trataréis, ¿algún problema?
—En
absoluto.
—Y
quítate el gorro para hablar conmigo —ordenó autoritaria provocando que el tal
Hans saltase del jeep, sorprendiéndonos, y situándose frente a ambas se
desprendió del sombrero.
—Por
supuesto, señora —marcó la palabra
con un nada discreto retintín—. Encantado de conocerla, señorita Jenssen —dijo
escrutándome con su mirada azul con una intensidad tal que habría provocado que
se me derritiese hasta el esmalte de uñas de haber llevado. Permaneció
mirándome, con fijeza, en silencio, durante unos segundos eternos.
—Está
bien, nos marchamos… —dijo Delia agarrándome de la mano, tirando de mí de
regreso hacia la mansión Ríos.
—¿Qué
ha querido decir con eso de que soy una cazadora? —pregunté a mi amiga en
cuanto estuvimos lo suficientemente lejos como para que no pudiesen oírnos.
—Nada,
estupideces de estos hombres que son medio salvajes.
—Pero
él no es dominicano, ¿verdad?
—No,
es norteamericano, ¿no se nota? Malditos yanquis engreídos… Parece que se cree
que va a heredar la plantación. Y la culpa es de mi marido que se lo consiente,
y todo porque le salvó la vida.
—¿Que
le salvó la vida? —pregunté cuando casi alcanzábamos la entrada trasera de la
mansión.
—Sí,
pero es una historia muy larga y no estoy de humor. Cada vez que hablo de él me
entra una mala leche… Además estarás cansada, así que ¡hala! A descansar…
Apasionante comienzo!!!!!
ResponderEliminarCon ganas de leer mas.....
Como siempre consigues engancharme desde la primera palabra.
Besitos.
Pili.
Pd. Tendras muchísimo exito!!!!!
Pinta muy bien, me ha gustado, gracias!!
ResponderEliminarPues ahora a esperar el poquito tiempo que falta para poder disfrutarla enterita. Me recuerda a las telenovelas que veía junto a mi madre cuando era pequeña...ese torso...ohhhh!!!!
ResponderEliminarYa me enganché,,, joooo...
ResponderEliminarEstá muy interesante, :)
Besos.
Hola María José, muy bonita la novela, he quedado con ganas de seguir leyendo cómo le a salvado la vida.
ResponderEliminarMuchos éxitos en este tu más reciente proyecto.
Te dejo un saludo con mucho cariño, besos.
¡Feliz tarde!
Hola María, pase por su blog para decirle, que cabo terminar de leer “Perderme en ti” ..... y literalmente me perdí en él.
ResponderEliminarGracias, es el primer libro que leo de usted, y quería darle las gracias, por hacer que me pierda en él.
A partí de estos momentos, esto considerando muy seriamente llamar a mi marido Travis y fantasear con él. Saludos.